Me quedo con la berrea de los venados, que al módico precio de un paseo campestre podremos disfrutar desde este mismo fin de semana y a lo largo de todo el otoño. Ancestral ritual de procreación, a los espeluznantes bramidos del ciervo (Cervus elaphus), el mayor de los cérvidos españoles (casi 150 kilos), le sigue y acompaña el sonido de los testarazos de los inflamados machos saturados de testosterona.
Se acercan, se miran, se miden, chocan las cornamentas, se enredan en un bosque de puntiagudas cuernas y lo hacen todo ante la aparente indiferencia de las hembras. Falsa apreciación. Éstas en realidad no pierden detalle de la pelea, concentradas en elegir al venado más poderoso, al futuro padre de unos cervatos que, por ese instinto tan natural conocido como “el gen egoísta”, deberá ser el mejor de la manada.
Superado el desmogue, la caída primaveral de las cornamentas, liberadas las nuevas armas de su funda de terciopelo, el bramido característico de los machos, grave y profundo, semejante al de un toro, puede oírse a kilómetros de distancia. No es una llamada romántica, es un grito salvaje, puro sexo.
Los ciervos, como buenos rumiantes, se agrupan en rebaños. Los hay de tres tipos, los de machos, los de hembras y crías, y los mixtos. Estos últimos son de escasa duración, pues tan sólo se forman ahora, durante la berrea.
Pasado el calentón reproductor, donde los ciervos han intentado copular con el mayor número posible de ciervas, perderán el interés territorial por sus picaderos y se separan de ellas. Prefieren juntarse con otros de su mismo sexo, con esos con los que tanto habían peleado, y vagar sin rumbo en busca de pastos nutritivos, ajenos por tanto a todo lo que tenga que ver con ayudar a sacar adelante a la prole. Unos zánganos, vamos.
La unidad familiar queda por lo tanto limitada a la hembra adulta, la cría del año, la cría del año anterior y la de dos años antes si fue una hembra. Muchas veces, a esta unidad social básica se le añaden algunas familias amigas que aumentan así el tamaño de la manada, favoreciendo la vigilancia colectiva frente al ataque de los depredadores, pero siempre sin la presencia de machos adultos.
En las manadas de hembras, los más jóvenes ocupan el centro, al calor protector de las más expertas. En las de machos ocurre exactamente al contrario. Los más fuertes dominan a los más jóvenes o débiles, ocupando las posiciones más seguras, pero ninguno se arriesgará nunca por los demás. Ante la presencia del depredador, el único pensamiento positivo es el de “sálvese el que pueda”.
Aunque no se engañen, tampoco la vida del venado es un camino de rosas. El celo los desgasta mucho, apenas comen, y por ello no suelen disfrutar de más de dos o tres años reproductivamente buenos, y eso después de haber tardado cinco años en lograr hacerse con su primer harén.
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